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miércoles, 21 de octubre de 2015

El ser que nunca existió

Consultó la abigarrada agenda. "Arduo quehacer me aguarda", se dijo. Y se centró en otros asuntos, pendientes de solución.
De ordinario comenzaba su jornada apenas despuntado el día, nunca sin antes haberse encasquetado la máscara que mostrase el talante apropiado para la ocasión, el papel a interpretar: jocoso, circunspecto, hostil, desprendido... De las múltiples facetas arrogadas, ¿había alguna que se correspondiese con la auténtica? Es posible, pero a saber cuál. A destacar como cualidad, la ausencia de presunción. En absoluto presumía de nada, ni siquiera de sus hechuras masculinas. De hecho, escasas veces se detenía a admirarse en el espejo: ¿para qué si se sabía de memoria, y ésta era infalible? Por otra parte, aborrecía malgastar tiempo y esfuerzo en banalidades que no condujesen a logro material. De ahí que jamás se permitiese distracción alguna. El lema "amasar riquezas, sin importar a costa de qué o de quién ni el precio a pagar por ello", le venía que ni pintado. Ahora bien, estaba orgulloso de su valía profesional y de no conocer rival en las funciones que desempeñaba. Financiero entregado, ejemplar, gozaba de un nivel socio-económico envidiable.
Nada se prestaba a prever que su muelle vida y su forma de concebirla habrían de dar un giro de ciento ochenta grados.
Aconteció una mañana, al despertarse. De inmediato supo que algo no iba correcto: le fallaba la memoria. Apenas si recordaba nada de lo que hiciera o dijera semanas atrás, ni siquiera los detalles más relevantes. Consciente del enemigo que lo acechaba, consideró permitirse un alto en su exhaustiva actividad y dedicarse al hobby que había ido relegando al olvido: la escalada siempre había sido su gran pasión. Hacía años no obstante que se había desentendido de todo cuanto no obedeciera a finalidad lucrativa.
La idea de un descanso se tornó proyecto firme. Una madrugada, una vez realizado el acopio de provisiones, enfundada la máscara destinada al ocio –le era impensable prescindir de encubrirse–, se puso en marcha. Horas después alcanzaba la cima de la montaña. ¡Cuán generosa exuberancia mostraba el valle que desde las alturas se admiraba! Y qué ínfimo se sintió el admirador: una mota de polvo... o ni siquiera eso. Justo en ese instante, una ráfaga huracanada lo despojó de su impostura. ¡Qué zozobra verse al desnudo! ¿Le habían nacido así, tal como en ese momento lo interpretaban sus ojos, o había derivado en lo que nunca debió ser? Una lágrima zigzagueó por su mejilla. La angustia le atenazó la garganta, y demudado el rostro comenzó a transpirar.
Un insecto que por allí pasaba le rozó la sudorosa frente, e inquirió: "¿Quién eres?" "No lo sé... Ya no", respondió el hombre.
© María José Rubiera

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