Ganó la vía pública y se sumó a
los demás viandantes. Caminaba diligente, como quien llega tarde al trabajo.
Pero su prisa era infundada: llevaba años parado. Y con el paso de los meses se
le había ido dificultando de forma alarmante, la posibilidad de encontrar
empleo.
La última hora de la tarde lo
sorprendió desplomado sobre el césped de una alameda. Había recorrido la ciudad
de punta a punta. Tenía los pies destrozados, un hambre feroz y los bolsillos
vacíos. Pensando en pedir limosna, echó un vistazo a su alrededor. A voz en
grito se anunciaban el infortunio y la miseria: por doquier se veían ancianos
desastrados. Algunos paseaban en silencio, enfrascados en su propio mundo. Otros
sostenían animadas conversaciones acerca de tiempos añejos; oyéndolos hablar
daba la impresión de que sus vidas se habían anclado en un determinado momento,
sin posibilidad alguna de avance. Los más aguardaban sentados en los bancos, a
la espera de que un conocido –o desconocido– entablara conversación con ellos.
En los apergaminados rostros podían leerse capítulos versando sobre la
desgarradora soledad. Se sintió plenamente identificado con aquellos seres, no
por vivir en propias carnes el estrago de los años (aún era relativamente
joven, por desgracia para él ya que hubiera preferido morirse antes que verse
mendigando para sobrevivir), sino por albergar la dolorosa certidumbre de
pertenecer a una tribu análoga: los desahuciados anímicos.
Inesperadamente, un impulso
ventoso trajo a sus oídos el redoble de unas campanas. “¿Y si me acercara hasta
la iglesia a pedir limosna…? ¿Por qué no? Con un poco de suerte tal vez consiga
cenar esta noche”, se dijo.
Penetró en el sacro recinto. La
llama de los cirios se proyectaba sobre los vetustos muros, dotándolos de inquietantes sombras. Exigua era la
concurrencia. Los escasos fieles se hallaban desperdigados por el templo, como
si cada uno de ellos hubiera elegido distanciarse de los demás; como si todos
hubieran tenido a bien considerar que la proximidad de terceros por fuerza
habría de interferir en su rogativa personal.
Avanzó por el pasillo de la nave
central, sin que ninguno de los orantes apartara los ojos del misal que
sostenía entre las manos, ni acallara el bisbiseo de sus oraciones. Se situó
ante el altar y enfrentó su mirada a la del Cristo. “No sé qué decirte,
Compañero. Se me han olvidado los términos con que debo dirigirme a Ti. Sólo preguntarte:
¿Por qué permites que algunos tengan tanto mientras otros carecen de lo más esencial?
Ojalá algún día, en algún lugar, alguien me dé respuesta al porqué de tan grave
injusticia”, masculló entre dientes.
Transcurrida media hora la
iglesia, al igual que su estómago, se quedó vacía. Y los portones fueron
candados hasta el día siguiente.
© María José Rubiera
© María José Rubiera
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