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lunes, 7 de junio de 2021

El viaje (relato)





Obedeciendo a la señal, el tren partió de la estación.

En cuestión de minutos se deslizaba a gran velocidad por los raíles. Los árboles también aparentaban desplazarse a la par que él, como si quisieran alejarse sin tardanza de la inminente tormenta.

Una ligera sacudida hizo salir de su abstracción a la pasajera. Miró a su alrededor y pudo observar que era la única ocupante del compartimento. "Me alegro", murmuró en voz alta. Necesitaba estar a solas consigo misma: no deseaba entablar conversación con nadie ni escuchar otro ruido que no fuese el del convoy. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza, logrando hacer del pasado un tiempo presente. Consultó el reloj del móvil: cinco horas habían transcurrido desde la partida. Aún le quedaban otras tantas para llegar a su destino, pero le era indiferente. Al fin había conseguido la tan ansiada libertad, y la distancia era su aliada.

María se arrellanó en el asiento y miró a través de la ventanilla. La lluvia comenzaba a golpear los cristales. Las estaciones se sucedían vertiginosamente. En la lejanía se divisaba un frondoso y enigmático bosque, trayéndole a la memoria los relatos que siendo muy niña le contaba la madre: "Érase una vez... un ogro y una linda princesa." Sonrió con nostalgia.

De repente el tren comenzó a dar extraños virajes. María salió despedida del asiento. No sin dificultad logró ponerse en pie y dando tumbos recorrió la distancia hasta la puerta que comunicaba los compartimientos; pero no logró abrirla. Y al pronto surgió el estallido, el caos..., la expansión del Universo.

Cuando María recobró el conocimiento, se palpó el cuerpo con frenesí: por fortuna había resultado ilesa. Se dijo que debía salir de aquel infierno cuanto antes. Inspeccionó el caótico entorno y reparó que en lugar de la puerta, que con anterioridad se le resistiera, ahora había un enorme agujero de salida. Saltó al exterior, donde pudo percatarse de la magnitud de la tragedia: hierros retorcidos y cuerpos atrapados conformaban un dantesco espectáculo. No se oían gemidos ni voces pidiendo auxilio, tan sólo un silencio sepulcral. Se estremeció y angustiada se hincó de rodillas sobre el suelo embarrado. La lluvia penetraba sus huesos entumecidos, y comenzó a temblar de forma convulsiva. Deseaba gritar; pero no consiguió articular sonido alguno. La presión de una mano en su hombro le hizo girar la cabeza: un señor de elevada estatura y rostro agradable se hallaba a su lado. María emitió un suspiro de alivio.

—¿ Está herida, señorita? –preguntó el hombre.

— No... Gracias –respondió ella.

— He comunicado la noticia del accidente a los puestos de socorro de la ciudad. Vivo a escasos metros de aquí... Si lo desea puedo darle alojamiento hasta que vengan a recogerla.

— No quisiera originarle molestias... Pero le agradecería me permitiera utilizar su teléfono.

— Me sentiré encantado de poder prestarle ayuda. Sígame, por favor. Lamento hacerla ir a pie, pues supongo estará agotada –María asintió con un gesto.

Emprendieron la marcha, uno al lado del otro, en el más absoluto silencio.

La tarde comenzaba a declinar. Diluviaba, y el camino resultaba un lodazal intransitable. Ella tropezó y el hombre corrió en su auxilio, impidiendo que se cayera de bruces. El contacto de aquella mano le produjo un escalofrío  que recorrió su espina dorsal, y un nudo le atenazó la garganta. Con voz apenas audible preguntó:

—¿ Aún falta mucho para llegar?

— No mucho –respondió lacónico.

Y continuaron caminando, adentrándose cada vez más en la boscosa espesura.

Al cabo de un tiempo llegaron a una casa que más bien se asemejaba a una tétrica covacha, situada en las entrañas de la tierra. El cerebro de María comenzó a trabajar con inusitada rapidez, alertándola del peligro. El corazón le palpitaba con fuerza y barajó la posibilidad de echar a correr; pero el miedo la mantuvo paralizada. Pasados unos minutos se apercibió de que él le estaba hablando.

— Ya hemos llegado. Entra en la casa, María –dijo, tuteándola.

— ¿Cómo es que sabe mi nombre? No recuerdo habérselo dicho –preguntó ella, poniéndose en guardia.

— Sé mucho sobre ti... Más de lo que pudieras imaginar –afirmó el desconocido.

María se dijo que aquel tipo debía estar loco. Le miró de soslayo, intentando aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir. Pensó que mejor hacía un esfuerzo y guardaba la calma hasta tramar el modo de emprender la fuga.

— Cabe suponer que está bromeando, ¿verdad? –consiguió responder con firmeza.

El hombre emitió una terrible carcajada.

— ¡Entra de una vez! –ordenó con voz gutural. Penetraron en un antro de suelo terroso y paredes ennegrecidas. Por todo mobiliario albergaba un catre, una mesa y dos sillas desvencijadas.

Y sin mediar más palabras el individuo se marchó. María sintió el ruido de la  llave dando vueltas en la cerradura, y los pasos que se alejaban. Se precipitó sobre el camastro y entre sollozos se fue quedando dormida.
Corría por una ladera y un desconocido intentaba darle alcance. En su frenético huir abordó una extensa pradera, en la cual unas sábanas se mecían agitadas por el viento. Se arrebujó entre ellas y allí  permaneció hasta asegurarse de que el peligro había pasado. Cuando estimó que había despistado a su perseguidor salió del improvisado escondrijo. Y una claridad deslumbrante le hirió la vista, forzándola a abatir los párpados. Al cabo de un  tiempo abrió los ojos, y contempló el  más bello paisaje que jamás hubiera imaginado.

 Continuará...

Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual / Registro de salida: Nº 135 / 16 - V- 97

© María José Rubiera Álvarez


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