De vez en cuando,
sin cita previa,
sin previo aviso,
el pasado llama a la
puerta:
de heterogénea comitiva
viene acompañado.
“¿A qué se debe tu
presencia?”, preguntamos desabridos.
“A nada en particular”,
responde.
“No has sido invitado”,
insistimos.
“Lo sé, pero he de hacerme
notar. No vaya a ser que alguien se olvide de que existo”, dice con sorna.
De nada sirve negarle el
acceso
a nuestra soberana
intimidad:
aposenta las nalgas
en el desvencijado
orejero
en que tricotaba la
abuela,
observa cuanto le rodea
y al poco abandona el
sillón,
y perturbando la
privacidad
que en absoluto le
concierne
ora ojea una amarillenta misiva
amorosa,
cuya data resulta ilegible
–beligerantes son los
años, rara vez perdonan–,
ora repara en una biliosa
fotografía
que muestra el rostro
famélico de un niño:
sus ojos vivaces sonríen
a la desdicha
–pase lo que pase, los
niños siempre sonríen–,
y de esta guisa, objeto
tras objeto es profanado por la mano impía.
Reverdecen las antiguas emociones:
las gratas y las ingratas.
Al cabo de un rato, hartos
ya de hurgar en la herida abierta, le rogamos que se vaya y jamás regrese.
Y una vez se hubo ido
respiramos aliviados y nos decimos que ni el pasado ni el presente cuentan: el
pasado porque no es sino densa niebla; el presente ¡ay!, presente era cuando
comencé a escribir estas líneas... Era.
© María José Rubiera
© María José Rubiera
No hay comentarios:
Publicar un comentario