El rey se debatía entre
la vida y la muerte.
Posicionado a escasa
distancia del suntuoso lecho en que agonizaba el monarca, el heredero al trono
mostraba una profunda aflicción. Pero tras el consternado gesto se ocultaba una
alegría salvaje. En absoluto sentía compasión alguna por el agonizante que
yacía inerte: nunca se había preocupado por el hijo, harto necesitado del amor
paterno. Miró de refilón a los presentes en la estancia. Aquella cohorte de
cortesanos, que fingiendo dolor rodeaba al moribundo, no sólo le había
despojado de las ilusiones propias de la niñez y de la adolescencia, sino que
manipulándolo a capricho le había imbuido en el cerebro una serie de preceptos
tan caducos como inapelables. En suma, entre todos habían hecho de su vida un
infierno. Pero por fin había llegado el tan ambicionado día. Sólo debía
mantener la farsa algunas horas más. Sintió que su ser clamaba venganza, y
espeluznante en su cinismo pensó que por suerte la Parca no hacía distinciones
entre un rey y un plebeyo.
Estaba fuera de toda duda que aquellos viles
intrigantes, planeando regir en la sombra, darían por hecho que en lugar de
ostentar la corona un soberano enérgico, la ostentaría un títere falto de
carácter, al que podrían manejar a voluntad. Pues bien, pronto tendrían ocasión
de saber cuán abortados serían sus planes. Cierto era que le habían robado la
niñez y la adolescencia, pero no así la madurez. Una vez en posesión del trono,
él, Harenh II, haría rodar cabezas. ¡Ay de aquéllos que osaran cuestionar sus
decisiones! Prometiéndose un brillante futuro, acuciado por el deseo de saber
qué le depararían los años venideros se dijo: “¿Por qué no saberlo con
antelación? Si bien tiempo ha me prometí a mí mismo no volver a pisar La Sala
de los Espejos, hoy por hoy estimo absurdo seguir fiel a una promesa tan
pueril.” Esbozando una taimada sonrisa, que bien podría ser interpretada como
una mueca de pesadumbre, al igual que cuando era niño abandonó de puntillas el
ostentoso aposento.
Entusiasmado, recorrió
las galerías que conducían a La Sala de los Espejos.
© María José Rubiera