Pasos tenues. Luz hendiendo la
penumbra. Unas manos reanimando el corazón de metal.
Por qué ahora, al cabo de años de
confinamiento, después de haberse hermanado con la oscuridad y el silencio. ¿Acaso
pretendían que definiera de nuevo el devenir de las horas...? Demasiado antiguo
para ese menester, en exceso remendado. Además nada más lejano a su deseo que prestarse
a reiniciar su andadura. No más ir de mano en mano, de bolsillo en bolsillo. No
más trajín, no más tumbos acá y acullá: imposible soportarlo. Le bastaba y
sobraba con los acontecimientos que había ido compilando en su metálica alma:
El propietario inicial, que le
había dado un trato exquisito. El conflicto bélico. El Monte de Piedad, donde lo
abandonarían a cambio de unas monedas que no solventarían la precariedad de la
familia venida a menos. La trastienda del usurero, en la que había permanecido
hasta la llegada del caballero que tras
un ligero regateo había logrado adquirirlo a precio irrisorio. El majadero que el día entero se pasaba
consultando la hora: manía que le imposibilitaba discurrir con tranquilidad. La
taleguilla del matador, de la cual conservaba un pésimo recuerdo: no pocas
veces había sido testigo del sacrificio cruento, respirado los efluvios de la
sangre vertida sobre la arena. El cofre revestido de seda: sarcófago donde
gustaría descansar la desgastada maquinaria...
A destacar entre los innumerables
avatares, la época en que asumiendo el papel de camafeo reposaba en el escote
de la hermosa mujer que en secreto intimaba
con un amor prohibido. ¿Qué habría sido de ella? ¿Continuaría, al igual que él,
sosteniendo la decrepitud del cuerpo...?
© María José Rubiera
© María José Rubiera