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jueves, 28 de agosto de 2014

La Asturias del alma mía (romance)

 
Cuenta una leyenda astur
–me la relató Morgana–
que en el bosque de Muniellos
vive una díscola xana.
 
En los lacustres glaciares
noche tras noche se baña,
se perfuma con rocío
y la melena acicala.
 
Calza botines rosados
y viste opalina ágata
para deslumbrar al río
que melodioso le canta
su hidrónimo apelativo.
 
Y así, cada noche... bien sea
primaveral, estival, otoñal
o por el invierno helada;
cada noche, salvo una noche al año
en la que se torna humana.
 
Entonces... ¡oh entonces! ¡Qué placer!
 
Se acerca hasta la quintana
y juega con los patitos,
en la higuera se encarama
y pilla una hartura de higos.
 
Asalta la pomarada
y las pomas del pomar
confisca para su hermana
y las oculta en su hatillo
–ya se las dará mañana–.
 
Cual rebeco montaraz
esguila por la montaña
y en las cumbres neblinosas
a la azafranada Sunna amedranta.
 
Al filo de los postreros albores,
ya de regreso a su casa,
aun a riesgo de volverse mortal,
a la vera de un avellano echada,
atracándose de moras
entona aquella tonada
que le escuchara a un vaqueiro
que el ganado apacentaba:
 
Si mil años me fuere dado vivir,
mil años adoraría
el edén en que nací,
la Asturias del alma mía.


© María José Rubiera
 
 
 
 


jueves, 21 de agosto de 2014

Intruso

De vez en cuando,
sin cita previa,
sin previo aviso,
el pasado llama a la puerta:
de heterogénea comitiva
viene acompañado.
“¿A qué se debe tu presencia?”, preguntamos desabridos.
“A nada en particular”, responde.
“No has sido invitado”, insistimos.
“Lo sé, pero he de hacerme notar. No vaya a ser que alguien se olvide de que existo”, dice con sorna.
De nada sirve negarle el acceso
a nuestra soberana intimidad:
aposenta las nalgas
en el desvencijado orejero
en que tricotaba la abuela,
observa cuanto le rodea
y al poco abandona el sillón,
y perturbando la privacidad
que en absoluto le concierne
ora ojea una amarillenta misiva amorosa,
cuya data resulta ilegible
–beligerantes son los años, rara vez perdonan–,
ora repara en una biliosa fotografía
que muestra el rostro famélico de un niño:
sus ojos vivaces sonríen a la desdicha
–pase lo que pase, los niños siempre sonríen–,
y de esta guisa, objeto tras objeto es profanado por la mano impía.
Reverdecen las antiguas emociones: las gratas y las ingratas.
Al cabo de un rato, hartos ya de hurgar en la herida abierta, le rogamos que se vaya y jamás regrese.
Y una vez se hubo ido respiramos aliviados y nos decimos que ni el pasado ni el presente cuentan: el pasado porque no es sino densa niebla; el presente ¡ay!, presente era cuando comencé a escribir estas líneas... Era.

© María José Rubiera 
 

lunes, 11 de agosto de 2014

Ciudadela


De nuevo la medianoche
me induce a pensar en ti,
en ti y en la luna agorera
que desastres auguraba
sobre aquel cielo de abril.
Recelaba de su pajiza aureola
y lejos de tranquilizarme
me decías supersticiosa,
en tus pupilas bailaba
un hilarante destello... y después:
“No te preocupes, cariño,
la pintaré transparente,
o mejor invisible, ¿sí? Tú decides...”
 
¡Menuda ironía te gastas!
 
Me desvelo por entero
y piano, los alones sigilados,
vuela mi imaginación,
y me veo en tu ciudadela
de acíbar y caramelo,
contigo juego a las damas
en el ajedrezado atrio
y la partida me ganas,
te nominas triunfador
–como antaño... como siempre–
y acuso la sensación
de en la vida haber jugado
en otro damero que no fuese el tuyo...
 
De nuevo el amanecer
se enjalbega de pureza
y del terso firmamento
los maleficios ahuyenta.
 
Yo... sigo pensando en ti.


© María José Rubiera