Recién perdida la niñez
–¡oh, candorosa inocencia!–,
ingresé en la adolescencia:
esa etapa de altivez
que confiere independencia.
Nada sabía del querer
exigente en requisitos,
ni de juegos requeridos
para despertar interés
en el elenco masculino.
Armándome de valor
–no sin cierta timidez–,
a mi madre interrogué
sobre el arte del amor.
Sorprendida, me miró,
y en sus ojos vislumbré
un destello de temor:
"¿Qué quieres saber, princesa...?,
poco podré aleccionarte
pues cada cual, vive su propia experiencia,
tan sólo puntualizarte
que lo eludas cuanto puedas.
Empero, lo sabrás cuando lo sientas,
ten por cierto que de él no podrás librarte;
porque el amor es una pasión del alma,
un fuego en el que, a la muy insensata,
le importa un bledo abrasarse.
Ese ignífero, al que llaman Amor,
chispea y cual yesca se enciende,
arrasando cuanto a su paso encuentre;
principia en el corazón
y hasta la garganta asciende,
logrando quebrar la voz.
Mas, ahí, el muy ladino, no se detiene,
pues imparable es en mientes;
sigue ascendiendo hasta cegar la visión
y, horadando, se instala en el cerebro,
sometiéndolo a la pérfida obsesión."
Al día de hoy, todavía me asalta la duda:
La autora de mis días, ¿llevaba razón...?
Algunas veces, considero que sí;
en ocasiones, deseo pensar que no.
© María José Rubiera