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jueves, 26 de febrero de 2015

La dama del retrato

 
La ostentosa pinacoteca
 
de una vetusta ciudad
 
resulta lugar de encuentro
 
para dos lozanas damas.
 
Una es de carne y hueso;
 
la otra... un retrato,
 
sobre lienzo moreno pintado:
 
 
negra y ondulada cabellera
 
definiendo el óvalo de la cara,
 
hombros torneados,
 
tez lechosa, lánguida;
 
indicios de besos furtivos
 
en los labios sonrosados,
 
nariz perfilada,
 
ojos grandes y almendrados,
 
en la mirada... el alma.
 
En silencio se expresa,
 
en silencio es escuchada,
 
en silencio se comprenden ambas;
 
el silencio... ni escucha ni habla.
 
 
“Lo amaba –comienza diciendo–,
 
de tal modo y en tal cuantía...
 
Era mi mentor, mi maestro,
 
mi fe, mi credo, mi guía,
 
faro que iluminaba
 
mis horas oscuras, vacuas;
 
era Trimurti, renacido artista.
 
Lo amaba...
 
al tiempo que aborrecía
 
el ropaje que rozaba
 
su cuerpo de dios heleno
 
–de mi desvarío causa–,
 
el arte que lo absorbía. 
 
Lo amaba,
 
lo amé...
 
hasta romperse el cristal
 
con que mirarlo solía.
 
A través de la objetividad miré,
 
y se me truncó el concepto
 
que acerca de él tenía.
 
Mis ojos, hasta entonces ciegos,
 
comenzaron a ver,
 
a la realidad se abrieron:
 
no era divino, sino humano;
 
a semejanza de los demás hombres,
 
al igual que yo... terreno.
 
Un ser corriente y moliente, vulgar,
 
acarreando virtudes y defectos...
 
expiando la dualidad.”


© María José Rubiera
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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