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miércoles, 17 de diciembre de 2014

Memorias de un reloj


 
Pasos tenues. Luz hendiendo la penumbra. Unas manos reanimando el corazón de metal.
Por qué ahora, al cabo de años de confinamiento, después de haberse hermanado con la oscuridad y el silencio. ¿Acaso pretendían que definiera de nuevo el devenir de las horas...? Demasiado antiguo para ese menester, en exceso remendado. Además nada más lejano a su deseo que prestarse a reiniciar su andadura. No más ir de mano en mano, de bolsillo en bolsillo. No más trajín, no más tumbos acá y acullá: imposible soportarlo. Le bastaba y sobraba con los acontecimientos que había ido compilando en su metálica alma:
El propietario inicial, que le había dado un trato exquisito. El conflicto bélico. El Monte de Piedad, donde lo abandonarían a cambio de unas monedas que no solventarían la precariedad de la familia venida a menos. La trastienda del usurero, en la que había permanecido hasta la llegada del  caballero que tras un ligero regateo había logrado adquirirlo a precio irrisorio.  El majadero que el día entero se pasaba consultando la hora: manía que le imposibilitaba discurrir con tranquilidad. La taleguilla del matador, de la cual conservaba un pésimo recuerdo: no pocas veces había sido testigo del sacrificio cruento, respirado los efluvios de la sangre vertida sobre la arena. El cofre revestido de seda: sarcófago donde gustaría descansar la desgastada maquinaria...
A destacar entre los innumerables avatares, la época en que asumiendo el papel de camafeo reposaba en el escote de la hermosa mujer que en secreto  intimaba con un amor prohibido. ¿Qué habría sido de ella? ¿Continuaría, al igual que él, sosteniendo la decrepitud del cuerpo...?  

© María José Rubiera

 

 

 

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